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miércoles, 2 de octubre de 2013

Sam


Carne de yugo, ha nacido más humillado que bello…”
Miguel Hernández

Ese era su nombre, legado yanki, a lo American way de la Fruit Banana Company, tal vez dejado en pago a cambio del sudor que sus padres y abuelos vertieron en las arcas de la compañía.
Vestía siempre un pantaloncito corto, de los de uniforme de escuela primaria, que gritaba por cuñas y remiendos y por dejar tres cuartos de sus muslos a la vista que su período de uso recomendable había caducado hacía mucho. Una camiseta percudida de color indefinido cubría sus hombros haciendo gala de no haber visto el jabón o la ceniza en bastante tiempo. Completaba su atuendo un raído sombrero que le faltaba más de la mitad del ala.
Tenía los ojos almendrados, pero sin la oblicuidad característica de los asiáticos, aunque su cabeza estaba coronada por una mata de pelo que delataba un posible ascendente chino. Una cabeza algo grande en proporción al resto del cuerpo, delgado pero macizo, de manos pequeñas y callosas, que me hicieron largar un diente que no amenazaba mudar todavía. Ágil como un mono, trepaba cocoteros con extrema facilidad y gracias a sus consejos aprendí a hacerlo, aunque nunca llegué tan alto, ni lo hice tan rápido.
A veces me preguntaba de donde sacaba fuerzas para hundir el arado y hendir la tierra dura, dejando heridas de puntos donde yo solo alcanzaba a hacer arañazos superficiales. Me era incomprensible que entre mi primo y yo llevásemos sudando y penando un saco hinchado de granos y él fuese capaz de transportarlo por si solo sobre su hombro. Creo que no silbaba mientras faenaba para no alardear.
Nunca le pregunté la edad, pero supongo que era un año o dos mayor que yo, sin embargo era algo así como el capataz de los jornaleros que mi abuelo contrataba en determinadas ocasiones. Su rostro de piel curtida y seca, con finas arrugas, como dibujadas de un trazo y algunas pecas dispersas anunciaban el hombre de campo que trabaja al sol.
Sam solo estudió hasta cuarto grado y aunque traté de enseñarle algunas cosas elementales de matemáticas, prefirió mis largas peroratas de historia. Sobre todo cuando le relaté el suceso del avión espía U2 que fue derribado a menos de cien metros de su casa. Al otro día con una lata de keroseno en la mano y un trapo en la otra me hizo ayudarle a limpiar la tarja de bronce que rememoraba el hecho y que apenas era visible en medio de la manigua.
A Sam debo el sofisticado arte de pelar caña con los dientes y pelarme la lengua y encías lo menos posible en el proceso. A diferenciar varias aves por el canto y el plumaje y a criar pichones dándoles agua y comida de la boca. Le debo haberme instruido en el uso de la guadaña, el machete y la cuerda; saber conducir una carreta, montar a caballo, guiar un rebaño de carneros y restallar un látigo de casi tres metros. Sólo lamento no haber sido mejor alumno y no haberle dado más a cambio como profesor y amigo.
Pero hay cosas que un niño no comprende. Y que aunque puede vislumbrar, no alcanza a ver en profundidad ni a entender cabalmente. Si me pareció raro que nunca se pusiese las botas que le regalé, y siguiera usando las suyas que dejaban asomar algunos dedos, por rotas y por pequeñas. Normalmente seleccionaba y se llevaba parte del bofe que recogíamos en el matadero para alimentar a los perros de mi abuelo, pero nunca supe que tuviese perro. Tal vez supuse que era para venderlo a algún vecino del batey.
Sam, el muchacho de pocas palabras, que nunca decía una frase con más de cinco, pero que sabía responder mis preguntas, aún antes que las formulara. Que nunca hizo hincapié en el hecho obvio que como campesino yo no podía ganar ni “pa’l prú y las cuerúa’s”.
Sam, el médico de monte que me enseño que la sávila y el copal son un remedio eficiente para atenuar el ardor que puede dejar un golpe de látigo manejado por manos inexpertas que se entrenan o por una soga con nudo en la punta, pronta y eficaz respuesta del abuelo a alguna diablura.
Sam, el maestro silencioso que me dio la primera lección de humildad que recuerde. Mi abuelo nos encargó ir al pueblo a comprar algunos implementos y yo me puse mi atuendo citadino. Cuando fui a recogerle éste vestía una camisa azul, raída, casi transparente, pero limpia. Y me hizo notar en sus pies las botas que le había regalado, lustradas afanosamente con tizne de candil. Tenía puesto un jean, azul, color trabajo, del que le vendían a los macheteros por “Bonos de Estímulo” en la tienda del Central Nicaragua. Me examinó de arriba abajo, haciendo pausa en las piezas de mi vestuario y aunque no dijo nada, algo en su mirada sonó a tristeza y amargo reproche. Entonces fue como si una luz se encendiese de pronto, grité algo como “Espera… que me cago en los pantalones…”, regresé al rancho, casi tres minutos de carrera desde el batey, le pedí a mi abuela que me diera la ropa del diario. Regresé donde Sam y aunque éste no hizo comentario alguno, salté a la grupa del caballo y le dije forzando risa que me había “embarra’o to’ por el camino”, que ni tiempo tuve de “llegar al excusa’o”. Al regreso del pueblo pasamos por el bohío donde habitaba con su tío-padre-primo y su mamá, realmente del primero no entendí bien el parentesco, luego supe que casi todos en el batey eran familia y se casaban entre ellos. Habíamos pasado por el matadero a recoger bofe, y pude observar y deducir, parte y parte, el destino de lo que yo pensaba hasta ese momento como en algo que solo comían los perros. Tragando vianda hervida sazonada con sal y masticando lo que ya sabía que no solo comían los canes, procuraba ahogar o tal vez disimular con tos y ahogamiento las lágrimas que se me escapaban. Sam comía en silencio, con la misma flema conque compartíamos la masa dura o la manzana del coco seco, los platanitos semiverdes del platanal adyacente a la “corraleta” o el dulce guarapo de la caña.
Sam, que sin saber leer casi, me iluminó con la interpretación correcta de muchos pasajes de Corazón y sin nunca demostrar tristeza o aflicción me hizo llorar como un crío leyendo “El Niño Yuntero”, cosas que antes de conocerle no hubieran sido posibles por serme los textos remotos y ajenos.
Tantos monumentos de héroes, mártires y hechos, y no recuerdo ninguno humilde dedicado al pueblo realmente humilde, sin aires simbólicos de epopeya. Debería sustituirse la tarja del U2, que nadie cuida ni vela, a menos que vaya un periodista o algún animal político, por un monumento sencillo, un niño, reproduciendo a Sam, una mano en el sombrero, un machete en la otra y una placa a los pies que rece:
"Al niño Campesino Desconocido"