“Carne
de yugo, ha nacido más humillado que bello…”
Miguel
Hernández
Ese
era su nombre, legado yanki, a lo American
way de la
Fruit Banana
Company, tal
vez dejado en pago a cambio del sudor que sus padres y abuelos
vertieron en las arcas de la compañía.
Vestía
siempre un pantaloncito corto, de los de uniforme de escuela
primaria, que gritaba por cuñas y remiendos y por dejar tres cuartos
de sus muslos a la vista que su período de uso recomendable había
caducado hacía mucho. Una camiseta percudida de color indefinido
cubría sus hombros haciendo gala de no haber visto el jabón o la
ceniza en bastante tiempo. Completaba su atuendo un raído sombrero
que le faltaba más de la mitad del ala.
Tenía
los ojos almendrados, pero sin la oblicuidad característica de los
asiáticos, aunque su cabeza estaba coronada por una mata de pelo que
delataba un posible ascendente chino. Una cabeza algo grande en
proporción al resto del cuerpo, delgado pero macizo, de manos
pequeñas y callosas, que me hicieron largar un diente que no
amenazaba mudar todavía. Ágil como un mono, trepaba cocoteros con
extrema facilidad y gracias a sus consejos aprendí a hacerlo, aunque
nunca llegué tan alto, ni lo hice tan rápido.
A
veces me preguntaba de donde sacaba fuerzas para hundir el arado y
hendir la tierra dura, dejando heridas de puntos donde yo solo
alcanzaba a hacer arañazos superficiales. Me era incomprensible que
entre mi primo y yo llevásemos sudando y penando un saco hinchado de
granos y él fuese capaz de transportarlo por si solo sobre su
hombro. Creo que no silbaba mientras faenaba para no alardear.
Nunca
le pregunté la edad, pero supongo que era un año o dos mayor que
yo, sin embargo era algo así como el capataz de los jornaleros que
mi abuelo contrataba en determinadas ocasiones. Su rostro de piel
curtida y seca, con finas arrugas, como dibujadas de un trazo y
algunas pecas dispersas anunciaban el hombre de campo que trabaja al
sol.
Sam
solo estudió hasta cuarto grado y aunque traté de enseñarle
algunas cosas elementales de matemáticas, prefirió mis largas
peroratas de historia. Sobre todo cuando le relaté el suceso del
avión espía U2 que fue derribado a menos de cien metros de su casa.
Al otro día con una lata de keroseno en la mano y un trapo en la
otra me hizo ayudarle a limpiar la tarja de bronce que rememoraba el
hecho y que apenas era visible en medio de la manigua.
A
Sam debo el sofisticado arte de pelar caña con los dientes y pelarme
la lengua y encías lo menos posible en el proceso. A diferenciar
varias aves por el canto y el plumaje y a criar pichones dándoles
agua y comida de la boca. Le debo haberme instruido en el uso de la
guadaña, el machete y la cuerda; saber conducir una carreta, montar
a caballo, guiar un rebaño de carneros y restallar un látigo de
casi tres metros. Sólo lamento no haber sido mejor alumno y no
haberle dado más a cambio como profesor y amigo.
Pero
hay cosas que un niño no comprende. Y que aunque puede vislumbrar,
no alcanza a ver en profundidad ni a entender cabalmente. Si me
pareció raro que nunca se pusiese las botas que le regalé, y
siguiera usando las suyas que dejaban asomar algunos dedos, por rotas
y por pequeñas. Normalmente seleccionaba y se llevaba parte del bofe
que recogíamos en el matadero para alimentar a los perros de mi
abuelo, pero nunca supe que tuviese perro. Tal vez supuse que era
para venderlo a algún vecino del batey.
Sam,
el muchacho de pocas palabras, que nunca decía una frase con más de
cinco, pero que sabía responder mis preguntas, aún antes que las
formulara. Que nunca hizo hincapié en el hecho obvio que como
campesino yo no podía ganar ni “pa’l prú y las cuerúa’s”.
Sam,
el médico de monte que me enseño que la sávila y el copal son un
remedio eficiente para atenuar el ardor que puede dejar un golpe de
látigo manejado por manos inexpertas que se entrenan o por una soga
con nudo en la punta, pronta y eficaz respuesta del abuelo a alguna
diablura.
Sam,
el maestro silencioso que me dio la primera lección de humildad que
recuerde. Mi abuelo nos encargó ir al pueblo a comprar algunos
implementos y yo me puse mi atuendo citadino. Cuando fui a recogerle
éste vestía una camisa azul, raída, casi transparente, pero
limpia. Y me hizo notar en sus pies las botas que le había regalado,
lustradas afanosamente con tizne de candil. Tenía puesto un jean,
azul, color trabajo, del que le vendían a los macheteros por “Bonos
de Estímulo” en la tienda del Central Nicaragua. Me examinó de
arriba abajo, haciendo pausa en las piezas de mi vestuario y aunque
no dijo nada, algo en su mirada sonó a tristeza y amargo reproche.
Entonces fue como si una luz se encendiese de pronto, grité algo
como “Espera… que me cago en los pantalones…”, regresé al
rancho, casi tres minutos de carrera desde el batey, le pedí a mi
abuela que me diera la ropa del diario. Regresé donde Sam y aunque
éste no hizo comentario alguno, salté a la grupa del caballo y le
dije forzando risa que me había “embarra’o to’ por el camino”,
que ni tiempo tuve de “llegar al excusa’o”.
Al regreso del pueblo pasamos por el bohío donde habitaba con su
tío-padre-primo y su mamá, realmente del primero no entendí bien
el parentesco, luego supe que casi todos en el batey eran familia y
se casaban entre ellos. Habíamos pasado por el matadero a recoger
bofe, y pude observar y deducir, parte y parte, el destino de lo que
yo pensaba hasta ese momento como en algo que solo comían los
perros. Tragando vianda hervida sazonada con sal y masticando lo que
ya sabía que no solo comían los canes, procuraba ahogar o tal vez
disimular con tos y ahogamiento las lágrimas que se me escapaban.
Sam comía en silencio, con la misma flema conque compartíamos la
masa dura o la manzana del coco seco, los platanitos semiverdes
del platanal adyacente a la “corraleta” o el dulce guarapo de la
caña.
Sam,
que sin saber leer casi, me iluminó con la interpretación correcta
de muchos pasajes de Corazón y sin nunca demostrar tristeza o
aflicción me hizo llorar como un crío leyendo “El Niño Yuntero”,
cosas que antes de conocerle no hubieran sido posibles por serme los
textos remotos y ajenos.
Tantos
monumentos de héroes, mártires y hechos, y no recuerdo ninguno
humilde dedicado al pueblo realmente humilde, sin aires simbólicos
de epopeya. Debería sustituirse la tarja del U2, que nadie cuida ni
vela, a menos que vaya un periodista o algún animal político, por
un monumento sencillo, un niño, reproduciendo a Sam, una mano en el
sombrero, un machete en la otra y una placa a los pies que rece:
"Al
niño Campesino Desconocido"